Me mata esta estabilidad
este estar pacífico
en el que nada cambia.
Y aunque sea hermoso
esta pasividad me inquieta,
me revuelve,
me da miedo.
No logro concentrarme
viviendo en ella.
Me gusta cuando todo se acelera
cuando las emociones son tantas
que sólo tienes segundos para digerirlas.
Me siento cómoda en el cambio,
durante el instante en que transito
de un lugar a otro velozmente
sin presente para examinarlo;
sólo consigo disfrutarlo,
o tal vez sufrirlo.
El tiempo, siempre viene después...
y me deja analizarlo todo
lo que fue bien
lo que hice mal,
lo que quedó por hacer,
lo que nunca pudo ser...
Y ese análisis siempre deja las mismas huellas
las decisiones
aunque apresuradas
son correctas en esa vorágine
que acompaña al tornado
que arrasa la serenidad anterior.
Siempre nos mueven hacia adelante
en la dirección acertada
porque no hay nada que nos distraiga
y únicamente queda el corazón.
Ese músculo que conoce
lo que la mente consciente
decide ignorar.
No he encontrado muchas personas
que acepten el cambio
como la parte de la vida
que nos hace humanos,
falibles e imperfectos,
grandiosos y excelsos.
Y se rebelan,
se oponen,
lo niegan,
lo denostan;
como si fuese algo malo
que hay que eliminar.
Y sin embargo es el momento
de transformación
que nos permite crecer
y mejorar el mundo.
El segundo de nuestras vidas
en el que somos puro sentimiento.
Es el instante en el que somos sólo la esencia
que existe dentro de nosotros.
Nada más
y nada menos.
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