Así que me puse manos a la obra.
Y compré.
Un zapato de cristal,
// en el que no cabía mi pie.
Un kilo de manzanas de cera,
// que nunca me llegué a comer.
Una rueca en una tienda de antigüedades,
// pero nunca tuve nada que hilar en ella.
Una tacita de té con una muesca,
// que tuve cuidado de apartar para que nadie se cortase.
Un conejito blanco al que ponerle calcetines,
// porque no tenía dedos para ponerle guantes.
Una alfombra traída de arabia junto a una especie de tetera que me dijeron que era una lámpara,
// pero nunca pude volar en ella.
Así que tras mi recolección lo metí todo en la maleta,
// bueno el conejito iba en transportín.
Ahora sólo faltaba el príncipe
que lo prefería de un color que no fuese azul porque los pitufos no son lo mío.
Y me puse a buscar un príncipe por las casas nobles, desde más cerca a más lejos.
Y busqué y busqué.
Pero el hombre que debía ser mi príncipe no apareció.
Un día cansada de buscar, desplegué la alfombra en un parque y me senté.
Se acercó una señora muy mayor y preguntó si me encontraba bien.
Las lágrimas empezaron a salir.
Y ella me abrazó.
Le conté, que lo había hecho todo bien.
Había conseguido todo antes de ponerme a buscar.
Pero se resistía a aparecer.
Entonces ella sonrió.
Me explicó que no necesitaba aquellas cosas.
Me dijo que mi sonrisa y quizá un beso debía bastar para conquistar al hombre que debía compartir mi vida.
Que buscase a un hombre normal sin reino que gobernar.
Un ser dulce que al verme sonriese y se le iluminase el alma.
En aquel momento llegó un hombre también muy mayor.
Al vernos sentadas, sonrió.
Y en ese momento descubrí lo que debía buscar.
Porque nos enseñan mal lo que de verdad importa.
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