jueves, octubre 25, 2007

Él.

Ahora él se había ido. No podía creerlo. Se había negado a aceptarlo. Ella siempre había sido fuerte. Siempre, ante el mundo había aparentado ser de hielo. No importaba cuan dura fuese la decepción siempre parecía que hubiese ensayado la sonrisa por si pasaba. Pero ahora él no estaba. Él era su corazón. Él era quien siempre había cuidado de ella. Él siempre había sujetado su mano, incluso en los momentos en los que ella se había negado a quererlo. Pero ya no estaba. Y no volvería. Y tenía que aceptarlo. Lo había enterrado pero aún no podía creerlo. Aún no podía mirarse al espejo y verse sin que se reflejase su rostro en su mirada. Él ya no estaba. Ella creía estar preparada para todo. Ella intentaba seguir moviéndose en contra de lo que su cuerpo pedía, de lo que su mente anhelaba. Ella necesitaba un abrazo y había abrazos pero no el que ella necesitaba. No podía explicarlo, él era su hogar. Él era como volver a casa. Había intentado echarlo millones de veces, porque temía no poder vivir sin él. No ser lo bastante fuerte. Y ahora él no estaba. Habían conseguido lo que pocos consiguen. Habían conseguido seguir juntos y crecer juntos. Habían logrado amarse más allá de las pequeñas manías del otro. Ella sabía que se lo debía a él. Que de él era el mérito de su amor. Y no porque ella no le amase, sino porque ella era incapaz de reconocer que lo necesitaba. Porque ella era capaz de autodestruirse. Ella sabía que él la había amado por encima de él mismo. Él siempre actuaba como si tuviese miedo de perderla. Como si él supiese que era un ave salvaje a la que había encerrado en una gran jaula. Como si pensase que ella encontraría en algún momento la manera de escapar. Como si él siempre estuviese dispuesto a seguirla y a hacer su jaula junto a la de ella. Pero él nunca había pensado en qué haría el pajarito en la jaula sin que él estuviese ahí. Y ahora él no estaba.
No sabía por qué esa mañana era diferente. No entendía que le impedía moverse. Hasta ahora siempre que se había obligado había conseguido continuar moviéndose y había creído en la teoría del movimiento perpetuo. No llegaba a comprender como el olor de él la había despertado. Era un olor profundo. Ese olor que solo perciben los enamorados. Ese olor que le recordaba su adolescencia, su juventud, toda su vida. Ese olor que era su hogar, su mente, su corazón, su lugar en el mundo. Ese olor que la definía. Ese olor que la hacía completa. Pero él no estaba. No se había ido voluntariamente, no la había abandonado, aunque ella se sintiese así y lo culpase por no estar. Él sólo había muerto. Dejándola en un plano diferente. Dejándola como nunca había sabido estar. No sabía estar sola. Pero él nunca se había dado cuenta de eso. No sabía que hacer si no podía llamarle. Si no podía oirle decir que todo saldría bien. No podía salir de la cama. Y no es que no hubiese ofertas de diversión, sólo que sin él ella no sabía divertirse. No podía esbozar esas sonrisas por las que él contaba chistes. No sabía cuanta azúcar le hacía falta al café. No sabía acariciar si no estaba su torso desnudo a su lado. ¿Serían las sábanas que aún olían a él? Había oído la puerta. Sabía que alguien había entrado. Había apagado el teléfono. No había llorado. No sabía llorar sin él. No recordaba las palabras que en otros momentos habían hecho que su vida tuviese sentido. Alguien intentaba consolarla. Pero ella tenía la mirada perdida de algún lugar de la habitación. Todavía oía su respiración, podía escuchar su corazón latiendo si se concentraba. Pero no escuchaba a alguien que revoloteaba por su piso intentando sacarla de la cama.

No hay comentarios: